Y allí estaba yo,
corriendo bajo la primera lluvia otoñal. Una noche desierta, fría y oscura, sin
lugar donde cobijarme, sin cobertura en mi móvil, esperando a que pasara un
taxi, un coche o alguien… Pero nada, mi desesperación crecía a la par que mi
miedo, y yo sólo podía culparme por haber acabado allí.
Calada y temerosa, me
cobijo en la única parada de autobús de aquella fantasmal calle, y cuando ya me
estaba dando por perdida, a lo lejos vislumbro los faros de un coche, que me
acechan poco a poco.
Un chevrolet clásico,
color negro se detiene ante mí, la puerta del copiloto se abre casi sin que me dé
cuenta a reaccionar, y entonces oigo su voz por primera vez.
-“¡Sube!”.
Y sin pestañear, me
monto en el coche, impulsada por: la vehemencia de su masculina e imperativa voz;
mis instintos más primitivos y carnales, y porque es el primer coche que pasa
en 15 minutos.
Apenas puedo articular
palabra, tampoco me atrevo a mirarle, empapada y temblando (no sé si de frío o miedo),
con el corazón latiendo intensamente, me abrazo a mí misma, y en medio de esa
incertidumbre, mis labios musitan: -“Gracias”.
Él gira su cabeza hacía
mí, y me lanza una seductora sonrisa, y a partir de ese momento, pierdo las
riendas de mi vida, soy una yegua salvaje y desbocada que ansía ser dominada
por él.
Estoy frente a su
ventana, arropada con una toalla, mirando las espectaculares vistas, y
disfrutando del sonido de la lluvia. Me siento como si estuviera lejos de esta
ciudad. Cierro mis ojos, y por un momento me evado del mundo.
El tintineo de los
hielos, mezclándose con la bebida, me devuelve a la realidad.
Me giro para
observarle. Se ha quitado la cazadora de cuero negro, y lleva una camiseta de
manga corta blanca que perfila toda su perfección. Tiene un aire rebelde entre
James Dean y Paul Wesley, con su pelo espeso y alborotado, formando un ligero
tupé.
Camina hacia mí, y es
tan sexy… Mis ojos arden de deseo. Me ofrece un vaso. Lo cojo sin vacilar, y me
lo bebo de un trago. Él se ríe cuando pongo cara de desagrado. ¡Odio el whisky!
Me toma de la mano, y
me lleva frente a la chimenea. No me dice nada, pero sus ojos verdes me hablan,
ávidos de mí. Me mira fijamente, y ensaliva, soy su presa.
Sus manos se funden en
mi cuerpo, yo me pierdo en su fogosa y misteriosa mirada. Me abandono a su
voluntad, y me dejo seducir por un extraño, del cual, lo único que conozco es
su perfume: Jean Paul Gaultier.
Sus tórridas caricias
desgarran mi piel y sus besos me susurran con lascivia. Le deseo, y él a mí, y
ansío tenerle entre mis piernas. Me entrego a él en una renuncia de no poseer
mi cuerpo, pues suyo es; y el me embiste con esa pasión desaforada, de una
forma tan salvaje… ¡Que agonizo en éxtasis!
A través de mi
entrecortada y exhausta respiración, mis gemidos van liberando a la fiera que
hay oculta en mí. He despertado esta noche de mi letargo, y no voy a ser una
presa más que se deje vencer. Somos dos animales luchando por alzarse con la dominación, y nos enzarzamos cuerpo a
cuerpo, en esta batalla carnal.
Mordiscos, arañazos, lametones…
que se van avivando en cada encuentro. Alimentando nuestra pasión voraz.
El sonido de un mensaje
en mi móvil me despierta, por un momento me siento confusa, me incorporo en la
cama y observo a mi alrededor. –No ha sido un sueño- suspiro aliviada, y me
visto. Él duerme profundamente, y yo no me canso de mirarlo, embelesada por su
belleza. Saco del bolso mi carmín rojo, y le escribo mi número en su prominente
oblicuo. Le doy un último beso y desaparezco sigilosa entre la luz del alba.
Ya en el rellano, miro
mi teléfono, (y la culpabilidad me
recorre una por una las cicatrices de mi ferviente encuentro) 10 llamadas
perdidas y 5 mensajes de Marcos… mi preocupado prometido.
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